Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Esta columna fue escrita en coautoría con Javier Benavides.
La discusión en torno a la política de drogas en el país ha mostrado signos de cambio interesantes. Temas relacionados con el consumo responsable, la reducción de daños y el cíclico proyecto de ley en el Congreso que busca regular el uso del cannabis han acaparado la atención pública. Sin embargo, desde la publicación de la política de drogas en 2023, ha habido silencio sobre lo que pasa con los campesinos cultivadores.
El silencio contrasta con la crisis económica por la que atraviesan. Además, en algunas regiones los cocaleros están en el centro de las actuales olas de violencia, a la vez que muchas políticas de paz intentan resolver sus problemas.
Queremos mostrar las rupturas y continuidades del campesinado cocalero, su evolución sociohistórica y los estereotipos que se han construido a su alrededor, para llegar a la conclusión de que los lentes de evaluación del campesinado cocalero anclados a la experiencia del sur de Colombia hoy se quedan cortos.
El campesinado cocalero clásico
El campesinado cocalero clásico es aquel segmento de la población rural de campesinos mestizos y andinos, que se insertaron y ampliaron las fronteras agrarias del país, particularmente las puntas de colonización reguladas y ordenadas por las Farc en Caquetá, Guaviare, Meta y Putumayo durante los años 80 y 90.
La mayoría de los cultivos de coca se sembraban en pequeñas y medianas propiedades ubicadas en las puntas de colonización. Aunque inicialmente los cultivadores sólo se encargaban de la producción de la hoja, poco a poco se enrolaron en el procesamiento.
Este campesinado mestizo andino “de frontera” fue la mejor expresión del problema agrario colombiano de no acceso a la tierra. Muchos de ellos y sus familias encontraron en esas zonas la posibilidad de tener la tierra que no les dio el mundo andino. La economía cocalera es otro resultado de no resolver la cuestión agraria.
Los cocaleros, por ser percibidos como criminales, han sufrido no solo represión y estigmatización sino que tienen más restricciones que otros grupos de campesinado para acceder a la cara amable del Estado: formalización y saneamiento de sus tierras, acceso a créditos, servicios públicos, planes y programas de asistencia técnica, desarrollo de infraestructura para conectarse con los circuitos económicos regionales y nacionales.
1. El mito colectivista vs. el mito criminalizante
Se ha comprendido a los cocaleros desde dos lugares comunes: por un lado, quienes señalan que poseen un rasgo colectivista inherente; por otro, quienes ven a este grupo social como ilegal y criminal. Estos dos lugares comunes convergen por la relación que ha existido entre la economía cocalera y cocainera y el conflicto armado interno.
El “mito colectivista” de los cocaleros “echó raíces” en las formas de organización dentro de este grupo desarrolladas al son de la gobernanza guerrillera y en eventos emblemáticos como las movilizaciones de mediados de los noventa. Allí muchos cultivadores protestaron contra las Zonas de Orden Público, otra muestra de la mano dura del Estado con ellos.
Esos episodios de movilización y la vida comunitaria han hecho que los cocaleros sean percibidos como un grupo opuesto al Estado y de izquierda. Pero, en realidad, los cocaleros como otros segmentos del campesinado han reclamado históricamente por más y mejor Estado.
A pesar de que tienen niveles relativos de organización y solidaridad entre ellos nunca han sido un actor homogéneo. Dentro de la explicación de lo heterogeneos que son tienen que ver con los distintos momentos de inserción de la hoja de coca, las diferencias en las condiciones socioterritoriales de las zonas cocaleras y de las poblaciones que las habitan, además de que no siempre han sido los mismos grupos armados los que han regulado esta economía. Hoy el movimiento cocalero está disperso, en parte por el desgaste del Programa de Sustitución (Pnis) y por la crisis de sobreproducción de hoja de coca.
La Coordinadora Nacional de Cultivadores y Cultivadoras de Coca Amapola y Marihuana (Coccam), fundada en 2017 con la vocación ser un actor nacional aglutinante, hoy enfrenta serios desafíos para serlo. En Caquetá o Guaviare, las Juntas de Acción Comunal tienen mayor prevalencia; en el Catatumbo o Cauca hay organizaciones más localizadas promovidas por las disidencias de las Farc.
Respecto al sesgo criminalizante, a pesar de que este gobierno ha cambiado el discurso con respecto a los anteriores en algunos círculos políticos hay una “nostalgia del glifosato”. Persiste la narrativa que ve al campesino cocalero como un delincuente y que cree que debe ir a la cárcel.
Esta narrativa queda en entredicho con los hallazgos del Observatorio de Tierras, que muestran que la coca es un medio para la formalización agraria –algunos campesinos transitan a la ganadería o a la agricultura de mediana escala–, para acceder a vivienda o vehículo o para pagar educación.
2. Los cultivos de uso ilícito, un asunto –sólo– de colonos-campesinos
La diversificación de los cocaleros tiene mucho que ver con las diferencias en los territorios en los que se cultiva. Aunque en algunos lugares los cultivos sí son externos a la vida y a los territorios afros e indígenas, en zonas como el Cauca o la Sierra Nevada los cultivos han estado allí desde siempre. En esos territorios indígenas ha habido un uso ancestral de la coca.
Otro punto derrumba el mito de que los cultivos llegaron hace poco a ese tipo de territorios. Hay evidencia de que en las bonanzas de Putumayo y Caquetá de los noventa también participaron comunidades negras e indígenas, y de que en medio del Plan Colombia cultivaron en sus lugares de origen.
El desplazamiento de los cultivos desde hace más de dos décadas se dio en buena medida sobre zonas de conservación (Reservas Forestales y Parques Naturales) y en jurisdicciones afros e indígenas. Ha pasado suficiente para que la coca transformara el tejido social y comunitario, con dos resultados visibles. Uno, la emergencia de tensiones, que han escalado a la violencia, entre los sectores étnicos cocaleros y los tradicionales que se oponen. Segundo, un aprendizaje de los cocaleros para evadir las campañas de erradicación cultivando en terriorios afro e indígenas.
Los cultivos de coca han puesto en jaque las jerarquías y la organización de las comunidades afro e indígenas. La coca abre canales de ascenso y distinción económica y social que abren una pregunta: ¿Es la coca un catalizador de tensiones sociopolíticas que ya existían en las comunidades étnicas? Poco se ha hablado de los problemas de la democracia interna y de los procesos de estas comunidades, mucho menos de sus relaciones de poder. Puede ser que sean menos democráticas de lo que se cree y que la coca ayude a algunos a ascender y a amasar poder.
Hay quienes dicen que la coca destruye el tejido social y provoca cambios irreversibles en ciertas sociedades, lo que nos lleva al siguiente mito.
3. La naturaleza destructora de la economía cocalera
Numerosos estudios y trabajos han constatado los efectos “devastadores” que tiene la coca en términos ambientales, culturales, de hábitos y de formas de consumo y en el aumento de índices de violencia.
No obstante, hay evidencia, como documenta Maria Clara Torres, de que la coca construye estado local o refuerza el existente. Segundo, como ya dijimos, la coca permite transitar a economías legales y acceder a bienes y servicios. En Caquetá y Meta está documentado como muchos campesinos cocaleros se volvieron pequeños y medianos ganaderos; y, en Nariño, un estudio del Observatorio e Tierras muestra que la coca sirvió para que los cocaleros educaran a sus hijos.
La economía cocalera es un motor de ascenso social y desarrollo porque está en zonas donde la presencia estatal es precaria, donde las conexiones con los mercados es inexistente y es muchas veces la única fuente de empleo. Al estar conectada con el mercado mundial puede ser un motor de desarrollo e integración por vías ilegales.
4. “La fórmula mágica”
Gran parte de los diagnósticos y estudios sobre el mundo cocalero suelen finalizar con propuestas que sugieren la receta ideal para enfrentar este fenómeno. Que si mano dura (aspersiones y campañas de erradicación forzada) o sustitución voluntaria. Ambas miradas suelen ir acompañadas de diagnósticos que ya se han convertido en lugares comunes y se asientan bajo slogans como “el fracaso de la guerra contra las drogas” o “un nuevo paradigma de lucha antidrogas”.
En esta columna, si bien, no contamos con una fórmula perfecta, queremos destacar cuatro puntos:
(i) Mantener y reavivar la discusión sobre el papel y las transformaciones del campesinado cocalero, incluyendo su estructura, repertorios, discursos y representación. Necesitamos nuevos estudios que apunten a entender las diferencias dentro de los cocaleros, reexaminar sus demandas, reivindicaciones e instancias organizativas, el tipo de relaciones que tienen con los actores armados y el mundo organizacional que habitan y con el que interactúan. Con el trabajo de María Clemencia Ramírez había una claridad sobre las aspiraciones de vida, apuestas de integración y ciudadanía del campesinado cocalero de los años noventa. Hoy no hay nada que nos indique hacia cuál dirección ir.
(ii) Entender “el problema cocalero” desde un enfoque basado en las realidades de Caquetá, Putumayo y Guaviare hoy es insuficiente. No conocemos muy bien la naturaleza de un nuevo campesinado cocalero étnico. Hay que dejar las explicaciones esencialistas de la antropología clásica. El cambio en el campesinado cocalero tiene que ver con los nuevos lugares donde hay cultivos. Hay cada vez más personas indígenas y afro involucradas en esta actividad.
(iii) La crisis cocalera es una oportunidad para que el Estado intervenga organizadamente. La rentabilidad de los cultivos ilícitos frente a los cultivos lícitos había sido uno de los problemas para la sustitución.
En el plano de seguridad hay que comprender cómo han interactuado cultivadores, intermediarios y grupos armados en este nuevo ciclo de violencia. Por supuesto no es igual la relación de cultivadores colonos o de cultivadores indígenas y afro frente a las disidencias, eso también cambia dependiendo del dominio territorial del grupo armado.
(iv) Aceptar que el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS) no ha cumplido su promesa de sustitución. La reciente publicación de La evaluación institucional del programa ha permitido romper con ese silencio en la discusión, mostrando las dificultades para que las instituciones que debían sacarlo adelante trabajaran de la mano.
Otros informes en el pasado mostraron el retraso en la llegada de los recursos prometidos a los usuarios y la falta de acceso a información sobre el programa. Para algunos sectores las fallas del PNIS se explican por no haber cumplido el acuerdo con las Farc de 2016. Estamos en desacuerdo, creemos que hay que salir de esa única hoja de ruta del acuerdo de 2016 y abrir la mirada más allá de las Farc. Hay que entender las limitaciones y desafíos de esta nueva etapa.
Javier Benavides
Politólogo e historiador de la Universidad Javeriana con Maestría en Ciencia Política de la Universidad de Los Andes. Investigador y consultor sobre dinámicas temporales y territoriales del conflicto armado y las violencias del posacuerdo. Ha estado vinculado al Cinep, al Centro Nacional de Memoria Histórica y la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Actualmente hace parte del Laboratorio de Justicia y Política Criminal.