Juan Diego Castañeda y Catalina Moreno, codirectores de la Fundación Karisma
Juan Diego Castañeda y Catalina Moreno, codirectores de la Fundación Karisma

Esta columna fue escrita por los columnistas invitados Juan Diego Castañeda y Catalina Moreno.

Cuando hablamos de democracia, tecnología e información, usualmente pensamos en el contexto de los medios de comunicación y redes sociales. El típico caso es el “Pizzagate”: un hombre en Estados Unidos que entra armado a una pizzería en Washington D.C., amenaza al personal y dispara contra una puerta que cree que conduce al lugar donde ocurre una operación organizada para explotar niños y que involucra importantes figuras políticas de Estados Unidos. Según lo que le dijo a la policía, quería investigar los rumores de internet sobre la existencia de este círculo pedófilo bajo la convicción de actuar por deber cívico.

Las elecciones de Estados Unidos en 2016, Brexit y la pandemia del Covid han sido algunos de los eventos que han llamado la atención sobre nuestra relación con la información y la verdad. En Colombia también hemos discutido estos problemas. Tratamos de navegar esta situación, la erosión de la posibilidad de discutir sobre la verdad, con conceptos como la “postverdad” o “incertidumbre epistémica”, o identificando la desinformación, noticias falsas o “deep fakes”.

En el fondo, parte del problema de la relación entre tecnología, democracia y conocimiento es de confianza. Bodó propone una definición muy útil: la confianza es el “conjunto de mecanismos, lógicas o estrategias que usan las personas para conectar la incertidumbre en sus relaciones sociales y económicas de forma tal que puedan vivir con, confiar en o cooperar mutuamente a pesar de que esa coexistencia, dependencia o cooperación esté plagada de riesgos, contingencias y daños en potencia”.

Si tratamos de establecer algunas relaciones entre el debate de la desinformación y, por ejemplo, la digitalización de los servicios financieros, criptomonedas y la identificación digital podremos provocar algunas preguntas e invitar a una discusión más amplia del rol de la tecnología en la construcción de confianza. 

A finales de 2016, el gobierno de Narendra Modi en India ordenó la desmonetización de los billetes superiores a 500 rupias, lo que representaba el 86% del efectivo en ese país. Balaji y Balaji notan que el cambio impulsó la digitalización de las finanzas en la India. Para que la digitalización funcione es crucial que las personas aprendan a confiar en los medios digitales para hacer pagos. Es decir, que se apropien de los mecanismos, lógicas y estrategias para aceptar los riesgos de los pagos digitales y puedan hacer las mismas transacciones que antes hacían en efectivo. De forma similar, una de las motivaciones para el surgimiento de Bitcoin es precisamente la necesidad de superar la confianza y reemplazarla por tecnología. El paper que describió el diseño de Bitcoin dice que “lo que se necesita es un sistema de pagos electrónicos basado en pruebas criptográficas en vez de confianza, permitiéndole a dos partes interesadas en realizar transacciones directamente sin la necesidad de un tercero confiable”.

El campo de la identidad también ofrece un ejemplo interesante. En países como Colombia, donde el registro civil abarca a la mayor parte de la población y tenemos un sistema de identificación oficial, obligatorio y centralizado del que dependen muchas transacciones legales y sociales, el Estado cumple la función de “tercero confiable”. Esta función la hace al identificar (a través de la cédula) y autenticar a las personas (a través de cotejos con bases de datos) en trámites como traspaso de propiedad (inmuebles o vehículos, por ejemplo) o la obtención de servicios privados y públicos (salud, educación, justicia, etc.). El Estado en este caso produce tarjetas, protocolos, infraestructuras físicas y de datos, entre otras cosas, para reducir la incertidumbre que produce el trato con extraños y permitir que se desarrollen, por ejemplo, transacciones económicas.

El rol de las tecnologías digitales y de los privados que las producen y controlan en la producción de confianza se está expandiendo. Por ello es necesario rastrear los cambios que se producen al delegar en nuevas tecnologías los mecanismos para poder confiar en los demás, en las noticias, en la identidad de las personas o en el valor del dinero.

Precisamente en este último ejemplo, en el paso del dinero como efectivo al dinero digital, hay un cambio de los actores y formas en los que se produce la confianza necesaria para hacer funcionar el dinero. En las economías “sin efectivo” el dinero es privado. Como se observó para el caso de la desmonetización en India, es necesario que las personas confíen en que una aplicación en su celular que dice que tienen un millón de pesos, efectivamente represente ese valor. Y generar esa confianza pasa por toda la cadena de actores involucrados en el sector financiero aunque con un cambio, los nuevos negocios alrededor de este modelo tendrán la posibilidad de determinar cómo se pueden hacer pagos: qué debe acreditar una persona para usar sus servicios, cómo pueden mover su dinero, qué tipo de cargos hacer por el uso de los servicios, etc. En comparación, los Estados invierten en tecnologías para incorporar en billetes y monedas los elementos necesarios para confiar en ellos: microtextos, marcas que aparecen con luz ultravioleta, hilos de seguridad, etc. 

En el campo de la identidad, las políticas sobre control de terrorismo y lavado de activos han impulsado la creación de un mercado que consiste en la prestación de servicios de identificación y autenticación, considerados esenciales para el funcionamiento del mercado. Grandes empresas como Idemia, Thales, Tools for Humanity con Worldcoin, o alianzas multisectoriales como Fast IDentity Online (Fido) están, en últimas, proveyendo servicios para la generación de confianza en relaciones sociales digitales. En Colombia el debate es incipiente. Por ejemplo, el senador David Luna ha discutido las propuestas de Código Electoral en el 2020 y el que está pendiente de revisión constitucional ahora porque implican un monopolio de la identificación biométrica a favor de la Registraduría. Es decir, defiende la existencia de un mercado con participación privada para los servicios de identificación y autenticación.

Las consecuencias de complejizar los mecanismos de producción de confianza con tecnología digital son profundas. En primer lugar, producen un desplazamiento de funciones, entre entidades del Estado o de éste al sector privado y en ese desplazamiento, perdemos control democrático sobre esas funciones. Como lo hemos comprobado en Karisma, investigar y entender la labor de las empresas privadas en la prestación de servicios públicos es difícil. Mapear los procesos y actores involucrados en la identidad digital, por ejemplo, es dispendioso y provoca muchas preguntas sobre quién tiene autoridad para decidir, con qué criterios decide y cuáles son los mecanismos de control para esas decisiones.

Además, las transacciones sociales se complican. En el campo del debate público, soluciones como los “detectores de mentiras” o la verificación de perfiles introducen una instancia más en donde hay que decidir si confiar o no en la información. Involucrar más actores y procesos para saber que podemos confiar en la autenticidad de un documento o transacción, incrementará la brecha contra las personas que por varias razones, principalmente género, raza, origen étnico o condición social, tienen más difícil participar de los avances tecnológicos.

En últimas, la creación de estos mercados de la desconfianza es también incrementar los espacios en donde consideramos necesario probar que somos quien decimos ser o que lo que leemos o vemos es verdad. El incremento en la comisión de fraudes de todo tipo parece justificar la existencia de ese mercado. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que los actos fraudulentos no existen por fuera de los medios impuestos para evitarlos. 

En una revisión de la historia de la cédula en Colombia, Restrepo, Guerra y Ashmore explican que la escalada funcional de la cédula es una escalada del fraude y de la desconfianza. Si la cédula existe para evitar el fraude, todo momento en el que se exige la presentación de la cédula como condición para el procedimiento es un momento en el que se realiza la desconfianza que la cédula supuestamente quiere evitar.

Definir qué es fraude es entonces la manifestación de una necesidad para controlar una opción dentro de muchas otras, es una línea que se traza para poder perseguir a quien la cruza. La construcción de confianza y reacción a los fraudes por medio de tecnologías digitales engendra al mismo tiempo las formas en las que será posible saltarlos, hacerlos nulos o falsificarlos. Si las medidas de confianza y fraude se coproducen, es necesario analizar y criticar los riesgos inherentes a esas medidas de confianza.

Al tiempo que la proliferación de desinformación y fraudes cuestionan la legitimidad de las instituciones democráticas y su capacidad para lograr consensos sobre la verdad y habilitar la cooperación, tenemos que preguntarnos qué sacrificamos cuando delegamos a las tecnologías digitales la producción de la confianza en los demás. Aún los intentos más certeros de usar tecnologías digitales para eliminar la confianza de nuestros encuentros sociales siguen fallando en este propósito. Las empresas que controlan las plataformas seguirán siendo inefectivas para solucionar los problemas de desconfianza. Tenemos todos los motivos para pensar que en el futuro el remedio será peor que la enfermedad.

Juan Diego Castañeda

Codirector de la Fundación Karisma. Abogado con maestría en Estudios Sociales de la Universidad del Rosario y en Política Pública de la Universidad de Erfurt en Alemania. Sus intereses incluyen el análisis de los procesos de datificación y su impacto en la justicia social.

Catalina Moreno

Catalina Moreno

Codirectora de Fundación Karisma. Abogada con maestría en Derecho público. Se dedica a temas de derechos humanos y de justicia social. Trabajó durante más de una década en la Corte Constitucional y también como abogada de incidencia política y jurídica en asuntos de género. En Karisma se dedica a promover que las tecnologías sirvan y protejan a grupos sociales que están expuestos a violencias y a discriminaciones.