Diego H. Arias, docente de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.
Diego H. Arias, docente de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.

Aquí tomo partido en la discusión en torno al artículo que se debate en el Congreso, dentro del proyecto de Ley estatutaria de educación, referido a que la evaluación de los maestros de educación básica y media dependa de los resultados que los estudiantes obtienen en las pruebas de Estado o censales. Hay dos presupuestos bastantes discutibles, el primero, que los números que obtienen los niños y adolescentes en estas pruebas está relacionado con sus aprendizajes en la escuela; y el segundo, relacionado con lo anterior, que es posible medir la calidad educativa con exámenes masivos.

Respecto al primer punto, existe una copiosa cantidad de estudios que postulan que los aprendizajes escolares solo dependen parcialmente de lo que los niños, niñas y jóvenes ven en sus escuelas. Existe un conjunto de importantes variables que inciden en el rendimiento académico y que no competen a la escuela ni al ejercicio docente, entre esos factores están el nivel educativo de los padres de familia, las condiciones materiales, de servicios públicos y de conectividad en el hogar, el estrato socioeconómico, y los costos educativos. 

Aunque no hay consenso sobre en qué medida exacta estos elementos se relacionan con los resultados de las pruebas masivas, es fácil inferir su peso al comprobar que los máximos puntajes año a año son obtenidos por colegios privados de élite. Cualquier profesor en ejercicio sabe lo que significa que un niño llegue a clase después de dormir bien, adecuadamente alimentado, rodeado de afecto y con redes de apoyo en su casa.

En esta dirección, los exámenes nacionales o internacionales suelen premiar a los estudiantes que tienen condiciones y soporte favorables para asistir y rendir en el colegio. Por el contrario, castigan a los jóvenes de sectores rurales, pobres y marginados. Por ello resulta no solo inadecuado, sino perverso responsabilizar a sus docentes por estos resultados, al punto que de ello dependa su salario. Aunque el punto de llegada es el mismo (la prueba escrita), el lugar de partida es diferencial e injusto (las bases sociales). No deja de ser curioso que el Estado, que organiza el sistema y las pruebas, responsabilice a los maestros de algo que el mismo Estado no le garantiza a los menores: condiciones extraescolares para estudiar.

Para poner en tela de juicio el segundo punto sobre la concepción de calidad educativa retomo las ideas del pedagogo mexicano Sebastián Plá, en su libro Calidad educativa. Historia de una política para la desigualdad. Para este autor, la calidad es un concepto elástico que ha sido configurado históricamente en función de lo que algunos especialistas han definido como tal. Es decir, de diseñar, organizar y clasificar un conjunto de indicadores que ponderan, en su criterio, quién está lejos y quién cerca de este apetecido tesoro. Dado que la tabla de resultados en calidad está vinculado a clasificaciones y numeraciones, siempre existirán mejores y peores estudiantes, instituciones o profesores. Para que exista calidad se necesita su ausencia, la no-calidad, o por lo menos su déficit. Para que alguien esté en la punta, otros tienen que estar en la cola.

Las políticas educativas de los últimos años, por diferentes circunstancias, han asociado el término calidad exclusivamente a los logros individuales (de las personas o las instituciones) expresado en evaluaciones estandarizadas. No siempre fue así. Antes de los ochenta del pasado siglo, según la Unesco, la calidad educativa era entendida como adecuada infraestructura, docentes profesionalizados, materiales y dotaciones escolares o ampliación de cobertura. La crisis del modelo desarrollista, las políticas neoliberales con el achicamiento del Estado, el replanteamiento de lo social, la focalización de recursos, la revolución tecnológica, la globalización, el giro cognitivista y la hegemonía del discurso del capital humano, con las consecuentes ‘recomendaciones’ de entes multilaterales, entre otros aspectos, hicieron que la comprensión del crecimiento económico se vinculara a la excelencia educativa, y esta se redujera al aprendizaje escolar vía evaluaciones masivas. 

Bajo la anterior idea, se ha naturalizado determinada comprensión del fenómeno educativo que pocos ponen en discusión. Así, funcionarios del Estado, especialistas, tanques de pensamiento e incluso docentes en ejercicio, pontifican, reflexionan, prescriben o se miden en función de una única mirada del mundo escolar: que las evaluaciones son necesarias y que efectivamente miden la realidad.

De acuerdo con Plá, la noción imperante de calidad educativa produce exclusiones y desigualdades porque desconoce otros saberes e ignora otras epistemologías. También deja por fuera lo que no pueda ser evaluado con indicadores. La desigualdad se produce cuando se ven los diferentes y dispares resultados como productos justos de un mérito individual o de un esfuerzo personal y no producto de la (in)justicia social, la redistribución de la riqueza y los bienes sociales cuya responsabilidad recae en el Estado. 

En otras palabras, la noción de calidad educativa imperante responsabiliza a los sujetos de sus (in)capacidades y limitaciones, o los premia por su mérito, ocultando las condiciones estructurales que posibilitan o niegan dichas conquistas. Teniendo en cuenta que los resultados son individuales bajo este entendimiento, son las personas o las instituciones las que deben exigirse más, esforzarse crecientemente para alcanzar la meta, quienes deben elaborar planes de mejoramiento, cursos de capacitación, actualizarse en modas pedagógicas, entrenarse y contratar coachings y fundaciones empresariales para alcanzar la perfección. 

El discurso de la calidad entendida como clasificaciones, directa o indirectamente estigmatiza a quienes no la conquistan, culpándolos por su propia suerte. Y estos últimos, convencidos que es así, escasamente discuten la lógica de la jerarquización, y reman sin descanso para subir algunos peldaños en la pirámide de la excelencia educativa que está diseñada para que pocos ocupen la cúspide.

Llama la atención la fuerza de este discurso, que hizo que las políticas públicas de los últimos gobiernos de Colombia apuntaran en esta dirección, incluido el actual, de corte progresista. Este, en todo caso, es un fenómeno internacional. Se insiste en evaluaciones nacionales e internacionales, y se asume que estas reflejan la calidad educativa. También es diciente que esta lógica configura subjetividades docentes, en tanto provoca que educadores se identifiquen con estos postulados, modulando su práctica o la de su colegio de acuerdo con los números que regularmente alcanzan en las listas que divulgan los medios de comunicación o el propio Estado.

Con lo dicho anteriormente, no quiero plantear que cualquier tipo de práctica pedagógica sirva en la escuela. Todo educador sabe que existen colegas mediocres y nada profesionales que no cumplen con la responsabilidad social para la cual ganaron una plaza. Ausencias injustificadas, no planeación de clase, abuso de autoridad e incumplimiento de deberes legales son puntos que desdicen de la profesión docente. Pero este es otro tema de discusión.

Puede leer: Evaluar a profesores: apoyarlos en su formación y medir resultados de estudiantes.

Es docente titular en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Estudió una licenciatura en filosofía en la Universidad Santo Tomás, una maestría en sociología de la educación y un doctorado en educación en la Universidad Pedagógica Nacional. Sus áreas de interés son educación política,...