Francisco Cortés Rodas, profesor de filosofía de la UdeA.
Francisco Cortés Rodas, profesor de filosofía de la UdeA.

“En Colombia todo es permitido, menos el populismo, esto desde hace muchas décadas”, escribió el sociólogo y colombianista francés, Daniel Pécaut. ¿Todo qué? El narcotráfico, la lucha armada, la corrupción, el asesinato de inocentes para ascender en la jerarquía militar, han sido aceptados por las élites económicas y políticas en el poder en la medida en que les han servido para detener el avance de movilizaciones populistas. 

En el siglo pasado fue impedida la movilización populista liderada por Jorge Eliécer Gaitán mediante su asesinato y la violencia que siguió. Fue obstaculizado el proyecto populista que lideraron Gustavo Rojas Pinilla y la Alianza Nacional Popular (Anapo), mediante un escandaloso fraude electoral. En el 2021 fue reprimida de forma brutal la movilización popular que reclamaba una ampliación y profundización de la democracia y la justicia social. 

Según el historiador Marco Palacios, exrector de la Universidad Nacional, el sistema político de oligarquías en Colombia ha buscado frenar siempre cualquier tipo de populismo en el poder. Colombia, escribe Palacios, por no haber tenido un Estado populista como en Brasil, Argentina, México, no pudo integrar el pueblo a la nación y fortalecer al Estado y no pudo desarrollar formas de negociación e inclusión para limitar la violencia. 

El populismo ha sido considerado por nuestras élites políticas y económicas como la verdadera amenaza a los valores democráticos y por esto ha sido contenido usando todas las formas de lucha, incluida la violencia militar y paramilitar. Esta posición la han mantenido de forma muy clara nuestras oligarquías, salvo frente al único populismo que les pareció exitoso y adecuado, a saber, el populismo de derecha que lideró Álvaro Uribe con su embeleco del “estado de opinión”.

Es cierto que el populismo es un concepto nebuloso e indeterminado y que su estatus teórico es precario, lo que ha llevado con frecuencia a utilizarlo de una forma típicamente intuitiva. En Colombia, en el contexto de una banalización y trivialización de lo político, el término populista es usado por muchos columnistas e intelectuales, para denigrar del actual presidente y para calificar sus políticas que son consideradas negativas porque son populistas, como lo hace Héctor Abad Faciolince.

Mauricio García Villegas cuestiona la utilización del concepto de pueblo del populismo, al afirmar que en “Colombia no hay dos pueblos sino uno solo, el cual no tiene un interés único ni tampoco una voluntad claramente definida”. Pero, el populismo impulsa políticas basadas en la articulación de varios temores y resentimientos, y por medio de un discurso popular construye una oposición radical entre el pueblo y el poder. El problema reside en el modo en que se construye este “pueblo”, que puede ser de derecha si es racista, negacionista, defensor de los intereses de las élites, o de izquierda si pone en la base las demandas sociales de justicia e igualdad.

Rodrigo Uprimny sostiene una posición clásica del liberalismo cuando piensa la tensión entre el poder constituyente democrático y los poderes constituidos en las instituciones constitucionales del Estado de derecho. Aunque considera los llamados ‘momentos constituyentes’, en los que el pueblo irrumpe como un poder constituyente que reclama un nuevo pacto social, piensa que esta vía es riesgosa y en muchos casos no beneficiosa, como sucedió recientemente en Chile

La alternativa que García y Uprimny consideran es la más adecuada en las condiciones actuales, es la que han seguido las democracias más desarrolladas. Pero, el problema de nuestra democracia (una democracia débil y desdemocratizada) es que precisamente ha fallado en ampliar la participación ciudadana, proteger los derechos fundamentales, garantizar para todos los derechos sociales e impedir las acciones arbitrarias de las autoridades, como sucedió en el estallido social de 2021. 

Frente a esto, la salida que propone el populismo es la radicalización de la democracia, es decir, profundizar el momento democrático de la ideología liberal hasta el punto de hacer romper al liberalismo su articulación con el individualismo posesivo. De esta forma, el pueblo pueda irrumpir —en las calles, los barrios populares, el campo, con la energía de la revuelta— como un poder constituyente para transformar radicalmente las estructuras del poder.

Para el populismo es urgente mejorar la capacidad de control democrático de todos los ciudadanos y aumentar su capacidad de participar en procedimientos de toma de decisiones que influyan efectivamente en los diferentes procesos políticos. Esto podría hacerse en el marco de la actual Constitución, no es necesaria otra. 

Transformar las actuales estructuras de poder es la alternativa que propone una buena parte de la izquierda en Colombia ante lo que podemos denominar una crisis política del grupo hegemónico que apuntaló la dominación política durante las últimas décadas, como indiqué al inicio. 

Esa crisis puede entenderse como una crisis de hegemonía, en el sentido que Gramsci la planteó, generada porque millones de personas han perdido la confianza en la buena fe de las élites políticas y económicas tradicionales, debido a su involucramiento en la corrupción, la violencia y el mantenimiento de unas estructuras de poder que excluyen a las mayorías del disfrute de los bienes sociales básicos y de la participación política. Para enfrentar este poder hegemónico es necesario, afirma el populismo, construir un bloque contra hegemónico.

En “Hegemonía y estrategia socialista”, afirman Chantal Mouffe y Ernesto Laclau que el pueblo que resulta de la articulación de demandas insatisfechas o de las diferentes luchas —contra las reformas neoliberales, la violencia, el racismo, la violencia de género— constituye un contrapoder, que se opone y niega el poder negativo –al orden neoliberal. La hegemonía se produce en virtud de una lógica política de absolutos: hay un poder absoluto –el orden neoliberal como actor político excluyente– que solo puede ser enfrentado por otro poder absoluto –la totalidad del pueblo.

De este modo, el populismo de izquierda es el candidato más probable para crear un bloque contra hegemónico y así construir las condiciones para realizar una redistribución igualitaria de los bienes sociales y profundizar la participación democrática en la toma de las decisiones políticas.

La conclusión radical del populismo es que para que todo esto sea posible un líder tiene que controlar el poder del pueblo, a saber, el líder carismático. ¿Implica la figura de un líder popular un ataque populista a los ideales e instituciones tradicionales de la democracia, como lo sugieren García y Uprimny?

Realmente el problema no está solamente entre la soberanía popular y el Estado de derecho o entre la democracia callejera y la Constitución. El problema es también cómo garantizar los derechos de participación a la riqueza socialmente producida, cómo construir un Estado social que concrete la lucha de los que no poseen nada contra los que todo lo tienen. El populismo responde a esto de mejor manera a como lo hacen el neoliberalismo y el liberalismo. 

La sociedad colombiana se encuentra en una encrucijada, en la que busca articular la lógica del capitalismo con la lógica de la democracia, pero con un problema que hace muy difícil este proceso: la inmensa resistencia de los privilegiados a todo cambio. Conocemos que este proceso es ser rechazado por el poder hegemónico en crisis: la negación es la ignorancia absoluta y el desconocimiento de las trágicas realidades de la pobreza y la exclusión; es también la afirmación bruta de la superioridad de las clases dominantes y de su idea neoliberal de los derechos fundamentales.

Es profesor titular del instituto de filosofía de la Universidad de Antioquia. Estudió fiolosofía y una maestría en filosofía en la Universidad Nacional de Colombia y se doctoró en filosofía en la Universidad de Konstanz. Fue investigador posdoctoral en la Johann-Wolfgang-Goethe Universitat Frankfurt,...