La vía de la deforestación en el Guaviare: antes trocha cocalera, hoy ganadera

Vivir dos semanas en la selva no fue una tortura. Tal vez pasar ocho horas al día talando árboles, a punta de hacha y motosierra, no era precisamente un descanso. Pero sí producían cierta alegría. No era solo la bulla que hacía con sus compañeros de vereda en las mañanas a la hora del tinto o en las noches acostado en su hamaca. No era solo esa camaradería que se reforzaba con cada conversación sobre las mujeres y los problemas del pueblo. Estaban también las huellas de los animales: encontrarlas superaba todo. A Fernando Duque, un campesino que lleva más de cuarenta años viviendo en el norte del Amazonas colombiano, le cuesta recordar ese invierno, esa temporada de lluvias, de 1998, cuando estuvo quince días durmiendo en la intemperie. Cuando un comandante de la entonces guerrilla de las Farc les dijo a él y a los demás hombres de su vereda que debían irse con ellos a construir algo.

No supo, al principio, de qué se trataba y tampoco había forma de decir que no. Lo descubrió al momento de bajar de la camioneta en la que la guerrilla los condujo. Allí, vio una trocha en ciernes y cayó en la cuenta de que había venido a terminar de construirla. Esa vía, se enteró con el paso de los días, tenía como objetivo unir a su pueblo, Calamar (Guaviare), con el vecino de Miraflores; aunque vecino es solo un decir, pues los separan más de 100 kilómetros de bosque.

Ambas poblaciones llevaban pidiendo esa carretera por más de veinte años. Y ser uno de los que materializaría ese deseo también lo alegró.

Veintitrés años después, esa trocha, que por 162 kilómetros se escurre entre los bosques del Guaviare, es hoy uno de los mayores focos de deforestación del norte del Amazonas. Solo el año pasado, en el que los habitantes de esas tierras se encerraron para huir del coronavirus, expertos calcularon que a su alrededor se talaron 500 hectáreas de árboles.

La deforestación en esa zona es la cosecha que recogen décadas de abandono y olvido estatal. Y esa carretera, que les haría más fácil la vida a los habitantes del sur del Guaviare, es hoy una amenaza a la biodiversidad del planeta. En solo cinco años, ha transformado el mundo a su alrededor. Los árboles de más de veinte metros, los zahínos, los capuchinos y los tapires han sido desplazados y su lugar lo han usurpado pastos muy bien cuidados, alambres de púas y vacas.

La economía del pasto y las vacas

Calamar era un pueblo de cerca de 200 casas de madera y techos de paroi, cuando Fernando Duque llegó hace cuarenta años. Como muchos otros, oyó de las riquezas que prometía la coca y arrancó a encontrarlas.

Cuando recuerda las imágenes de esos años, las libera con cuidado. No habla muy alto, revisa quién está al lado y protege sus palabras con sorbos de café. Pide que por favor su nombre verdadero no sea revelado.

Hablar con franqueza de la coca, la deforestación, la ganadería y los dueños de la tierra en el sur del Guaviare es muy difícil, si uno quiere seguir viviendo sin problemas. Existe el miedo a convertirse en blanco de Gentil Duarte, el antiguo comandante de las Farc que nunca entregó sus armas y ahora lidera la disidencia más grande del país; con aliados en los departamentos de Caquetá, Meta, Guaviare, Arauca, Cauca, Nariño y hasta en la frontera con Venezuela. Su presencia en el sur del Guaviare es tan fuerte que no es posible viajar por tierra de Calamar a Miraflores sin su autorización.

Pero también asusta pensar que lo que uno diga termine torpedeando los intereses de otros; en especial, de ese otro casi invisible que paga para tumbar bosques y meter vacas. Da miedo imaginarse las represalias que puedan producir las palabras.

Calamar no es lo que solía ser. En 2006, el parque central fue renovado por la Alcaldía, el Ejército y la Embajada de Estados Unidos —en honor a los soldados caídos en combate durante décadas de conflicto— y ahora tiene más árboles. A la iglesia le construyeron una torre y la mayoría de casas del casco urbano son de ladrillo con techos de zinc.

En el centro, las calles están cubiertas de un polvo terracota que borra el característico gris del pavimento. El color se lo da el exceso de hierro en el suelo; ese mismo que pinta de rosado las algas de Caño Cristales y de su versión más pequeña en el Guaviare: Tranquilandia. Y no, no es el laboratorio de cocaína del Cartel de Medellín; es un río rosado a media hora de San José del Guaviare.

Pero Calamar no ha cambiado solo en su aspecto: el motor de su economía es otro. El pueblo ya no gira alrededor de la coca, como lo hizo durante décadas, sino que ahora todo lo mueve el ganado. La mayoría de la plata que recorre las calles del pueblo viene ahora de la carne y la leche.

Acostado sobre un cartón, Antonio Gaviria se soba la pierna izquierda. Toma los pocos rayos del sol que se cuelan por el cobertizo y no se convierten en sombra. Por más de 20 años, fue raspachín: era uno de los campesinos que, con sus manos, arrancan del tallo las hojas de coca. Presume que llegó a ser tan hábil que podía recoger la exagerada cifra de 40 arrobas al día (480 kilos), pero ya no lo hace.

Desde hace cuatro años, cambió de oficio y ahora es motosierrista, ahora le pagan para transformar la selva en pasto: para talar árboles, quemar sus restos y arreglar la tierra para que puedan vivir vacas.

La entrega de armas de las Farc y su proceso de reincorporación a la vida civil, que empezó a finales del 2016, cambiaron por completo las dinámicas del Guaviare. Cuando fueron la máxima autoridad en la zona, los guerrilleros impusieron reglas para la explotación de los recursos naturales que terminaron protegiendo el medio ambiente.

Por ejemplo, prohibían talar árboles, cazar animales para venderlos, cortar el manto vegetal de los ríos, pescar solo para vender o echar basura al agua. Como explicamos en La Silla Vacía, esto no solo ayudaba a proteger los ecosistemas de las regiones que controlaban, sino que, también, les servía para evitar ser vistos por el Ejército. Si no talaban árboles ni botaban basura, era más difícil rastrear sus pasos.

Cuando las Farc se retiraron, estas normas se acabaron y esas tierras quedaron sin una autoridad que las protegiera. Fue en ese momento cuando empezó un nuevo proceso de colonización en el sur del Guaviare y cuando la destrucción de la selva empezó a convertirse en un problema. La razón: gente de otros lados y de otras regiones empezó a tumbar bosque para meter vacas.

Detrás de este nuevo proceso de colonización está el hecho de que, a diferencia de otras zonas de los llanos, la tierra en el sur del Guaviare es muy barata.

En promedio, deforestar una hectárea de selva para convertirla en un potrero listo para la ganadería puede costar menos de dos millones de pesos. Lo que tendría uno que hacer es contratar a un campesino como Antonio Gaviria y pagarle 130 mil pesos por socolar (cortar con machete y hacha los árboles y arbustos más pequeños) y 150 mil por tumbar con motosierra los árboles más grandes. Por quemar la tierra, Antonio no cobra: viene incluido. Esto tendría que hacerlo en verano (de diciembre a marzo) para que la tierra esté seca y pueda prenderse. Luego, antes de que arranquen las lluvias tendría que plantar las semillas de pasto, que pueden costar poco más de 100 mil pesos. El paso final es el alambrado cuyo precio varía dependiendo de la forma que tenga el terreno. Para el verano siguiente, esa tierra estaría lista para albergar un hato.

Esto contrasta con otras zonas de los llanos en donde el valor de una hectárea de tierra puede estar entre siete y treinta millones de pesos, dependiendo de la ubicación de la tierra, la calidad del suelo y la distancia a un cuerpo de agua o a una vía principal.

—Esto es un supernegocio en una zona muy vulnerable. Mire, yo tengo un amigo que vendió diez hectáreas en Arauca por 300 millones de pesos. Con esa plata, vino, compró 80 hectáreas y el resto lo invirtió en ganado— explica Francisco Samper, un líder campesino que trabaja de cerca con motosierristas en las Juntas de Acción Comunal.

Francisco Samper se ha tomado dos tintos; ahora, más emocionado, hace un recuento de las familias campesinas que se han visto obligadas a vender su tierra al no tener con qué subsistir.

Uno de los puntos del Acuerdo de Paz que firmaron el Gobierno y las Farc es el programa de sustitución de cultivos de coca, conocido como Pnis. A grandes rasgos, la idea consiste en firmar acuerdos con las familias cocaleras para que ellas mismas, voluntariamente, erradiquen sus cultivos. A cambio, recibirán unos subsidios del Gobierno para que puedan desarrollar unos proyectos productivos con los que puedan vivir, sin tener que cultivar coca.

Como contó La Silla en esta historia, el principal problema que enfrentan esas familias es que la mayoría no ha recibido los desembolsos que debe hacer el Gobierno para que puedan desarrollar un proyecto productivo que les permita vivir después de haber erradicado.

Esto, cuenta Francisco Samper, ha terminado en que muchas de esas familias cocaleras, al no tener con qué vivir, han tenido que vender su tierra. Dice conocer a más de 500 que le entregaron su tierra a alguien que vino de afuera y les pagó. Asegura que muchas de esas fincas cocaleras ahora son pastizales.

—El motor de la economía, que antes era la coca, ahora es el ganado— sentencia Samper.

En Calamar, desde 2016, ha disminuido el número de hectáreas de coca, mientras que ha aumentado el número de cabezas de ganado. Y lo mismo ha sucedido en el pueblo vecino de Miraflores, pues la nueva economía del ganado abarca a todo el Guaviare.

—Está llegando gente de Arauca, de Casanare y de otros lados que tienen otra mentalidad, la mentalidad de la ganadería extensiva, y les están mostrando a los campesinos que el ganado da plata. Ahora todos quieren tener vacas—concluye.

Antonio Gaviria concuerda y asegura que es motosierrista “porque no hay más que hacer”. Así lo venía haciendo en estos cuatro años, hasta que en las quemas de este año tuvo un accidente.

Como todos los días, se levantó a las cinco de la mañana, se tomó un tinto y a las diez ya estaba talando árboles. Tres horas más tarde, con su motosierra atravesó un laurel que no cayó según lo esperado. En vez de caer para el lado que había pronosticado, el árbol empezó a romperse verticalmente y una de las mitades se le vino encima. El árbol que, calculó, tenía 12 metros de altura le cayó sobre su pierna izquierda y le destrozó la tibia y el peroné. Por lo lejos que estaba, llegó al hospital nueve horas después: “sin remedio y sin nada”.

Por estos días, para volver a talar en la siguiente temporada de quemas, trabaja en su recuperación: desliza con el pie una botella y vuelve a acercarla. Lo hace en la soledad de su casa, porque en Calamar no hay fisioterapeutas.

El desastre ambiental

Antes de que llegara la bonanza del ganado, la deforestación no era un problema que estuviera en la mira de muchos. Tal vez porque, aunque la siembra de coca también termina talando árboles, no lo hace al ritmo de la ganadería.

Con tres o cuatro hectáreas de coca un campesino se da por bien servido, pero para vivir del ganado necesitaría más tierra, pues en el Guaviare la calidad del suelo es muy mala. Mientras en un pueblo ganadero —como Ciénaga de Oro (Córdoba)— una familia puede subsistir con entre 20 y 27 hectáreas, en Calamar necesita entre 163 y 220. Por eso, en la región calculan que solo pueden meter entre tres o cuatro vacas por hectárea; y, si uno quiere vivir de la ganadería, tiene que tener más que tres o cuatro vacas.

Y es, en este nuevo mundo ganadero, cuando la carretera que une a Calamar con Miraflores, y que Fernando Duque ayudó a construir en 1998, empieza a convertirse en un problema.

Las vías son motores de deforestación. Expertos —como Rodrigo Botero (director de la Fundación Conservación y Desarrollo Sostenible) o Dolors Armenteras y Nelly Rodríguez (biólogas de la Universidad Nacional)— así lo han demostrado. Las carreteras, al hacer accesibles lugares apartados, indirectamente facilitan la ampliación de la frontera agrícola y la aparición de nuevos frentes de colonización.

De hecho, Calamar, al estar conectado por tierra con San José del Guaviare y El Retorno, sufre de mayor pérdida de bosque que Miraflores, y está entre los diez municipios de Colombia con más deforestación. Solo en 2019 perdió 5.879 hectáreas. Por eso, la destrucción de la selva en la carretera que conecta a ambos municipios ocurre más del lado de Calamar. Y así puede verse con imágenes satelitales.

Así han cambiado dos puntos de esa carretera desde el 2016 hasta hoy:

a 20 kilómetros de Calamar,

y a 60 kilómetros.

Los mapas no solo muestran cómo las áreas de bosque han disminuido en estos cinco años, sino que también revelan cómo se han ido consolidando carreteras alternas; lo que puede hacer que la deforestación aumente exponencialmente. Justamente, uno de los mayores miedos que tienen algunos expertos es que, si se consolida la carretera de Calamar a Miraflores, en el mediano o largo plazo no solo se creen más vías alternas, sino que se termine abriendo otra hasta Mitú. Sería un desastre ambiental.

Uno de los riesgos de la tala masiva de árboles es que el planeta pierde la capacidad de absorber dióxido de carbono, y empeora el calentamiento global. En promedio, en la misma hectárea en la que se podrían meter tres o cuatro vacas, los árboles pueden retener 566 toneladas de CO2.

Pero no es solo eso.

La selva entre Calamar y Miraflores es un corredor biológico que conecta a las especies del norte de la Serranía del Chiribiquete con la reserva Nukak. De llegarse a colonizar esa zona, se vería amenazada su biodiversidad. Un estudio del Instituto Humboldt, el encargado de estudiar la biodiversidad en Colombia, encontró que, si la tasa de deforestación del Guaviare continúa a este ritmo, 43.359 especies se verían afectadas.  

Para prevenir el desastre ambiental, las autoridades en Colombia han empezado a tomar medidas. A finales del 2019, la Fiscalía imputó a los alcaldes de Calamar (Pedro Pablo Novoa Bernal) y Miraflores (Jhonivar Cumbe) de los delitos de daño a los recursos naturales agravado e invasión de área de especial importancia ecológica agravada. Ambos habrían facilitado obras para el mantenimiento de la vía.

En ese momento, los fiscales pidieron, como medida cautelar para prevenir la deforestación, el cierre de la vía y un juez de control de garantías de San José accedió. Pero el año pasado, por los problemas de abastecimiento que causó la pandemia, otro juez decidió reabrirla.

Hoy, por esa carretera en teoría se puede transitar, pero las autoridades no pueden hacerle mantenimiento —el juez que autorizó su reapertura mantuvo las restricciones de circulación a todo tipo de maquinaria—. Esto, en la práctica, significa que está cerrada, pues las fuertes lluvias de invierno en la selva deterioran cualquier vía y necesitan constantes reparaciones. Sin mantenimiento, esa vía se está desmoronando y hoy una persona en moto puede demorarse hasta doce horas en llegar a Miraflores.

A pesar de que la deforestación ocurre más del lado de Calamar, las consecuencias del cierre de esa vía las pagan los habitantes de Miraflores, un pueblo a las orillas del río Vaupés al que solo se puede llegar en avión o en barco.

El aislamiento de Miraflores

—La gente estaba feliz cuando abrieron esa vía, porque, imagínese, eso se echa uno ocho días en llegar a Miraflores— explica David Uribe, mascando cada una de sus palabras. Vive en Calamar desde hace casi treinta años y habla sin precauciones, pues se encuentra en la seguridad de su casa. Espanta a una gallina que quiere treparse en el techo.

La primera vez que escuchó a alguien hablar de la carretera fue en agosto de 1998 cuando viajó a Miraflores a dar sus condolencias. La guerrilla se había tomado el pueblo y, en la batalla, murieron tres civiles, 35 soldados y 129 fueron secuestrados, dos de ellos solo serían liberados 14 años después cuando las Farc empezaron a negociar con el Gobierno una salida al conflicto. 

En ese momento, se quedó unos días en la finca de un amigo y regresó a Calamar subiendo por las aguas del río Unilla.

No mucho ha cambiado desde entonces. Aunque la carretera existe, hoy es intransitable.

Por eso, solo hay dos maneras de llegar a Miraflores: por avión o por barco. El avión es el mismo de hace cuarenta años (un DC-3 que fue creado en la Segunda Guerra Mundial); solo que ya no viaja todos los días. Ya el esplendor de la coca en el que había entre diez y treinta vuelos diarios, y se veían parqueados en el aeropuerto hasta 19 aviones, se apagó. Ya solo queda un DC-3 que viaja los martes y los sábados y lleva pasajeros a San José por 320 o 350 mil pesos, dependiendo de la temporada. 

Pero el problema no es solo de transporte, sino, también, de abastecimiento. Cada kilo enviado en avión cuesta entre 1.400 y 1.500 pesos; lo que hace que, por ejemplo, llevar verduras a Miraflores sea más caro que las verduras mismas.

Por eso, la mayoría de la carga se manda por barco, pero esto trae otro problema: depender de los ciclos de la naturaleza. 

Desde Calamar, a Miraflores se llega por las aguas del río Unilla que, a la altura de la vereda de Barranquillita, se funde con el Itilla y forman el Vaupés. Esa travesía hoy dura entre cuatro y ocho días. Todo depende de qué tanta agua tenga el Unilla.

Los barcos que llevan la carga son canoas diseñadas para llevar entre 45 y 50 toneladas o entre 80 y 90.

En invierno, los dos tipos de canoas pueden salir de Calamar y llegar a Miraflores en cuatro días. Los problemas empiezan en verano cuando el nivel del agua baja tanto que los barcos más grandes no pueden navegar sin encallar.

Lo que tienen que hacer, entonces, las empresas transportadoras para poder mandar las 90 toneladas que enviaban en invierno es repartir esa carga en tres barcos más pequeños que viajan hasta Barranquillita. Ya en el Vaupés, desmontan la carga y vuelven a subirla en la canoa de 90 toneladas. Como es previsible, este sube y baja de víveres redunda en precios más altos. Mientras en invierno enviar un kilo desde Villavicencio hasta Miraflores vale 800 pesos; en verano vale 1.100.

Y esto termina golpeando el estilo de vida de los habitantes de un pueblo pobre cuyo ingreso per cápita es, en promedio, de 240 mil pesos. Es una población con bajos ingresos pagando alimentos y elementos de aseo a precio de pueblo intermedio. Así, mientras en Calamar (con un ingreso per cápita de casi 300 mil pesos), que sí puede abastecerse desde la carretera que lo conecta con San José, un almuerzo puede costar seis mil pesos, en Miraflores vale nueve.

Eso ayuda a explicar el hecho de que esa carretera que conecta ambos municipios haya sido priorizada, en 2016, por el entonces gobernador Nebio Echeverry dentro del plan vial del departamento del Guaviare. Su pavimentación haría que el abastecimiento de Miraflores fuera más fácil y que sus habitantes pudieran tener una vida similar a la que tienen los de los otros municipios del departamento.

El cierre de la vía también preocupa a los miraflorenses por su futuro. No es solo el hecho de seguir dependiendo de aviones y barcos intermitentes para abastecerse, hay una amenaza más cercana. Sobre esa carretera, cada día más erosionada, quedan escuelas que podrían quedar incomunicadas si no se se le hace mantenimiento. Pero no es solo eso. El relleno sanitario del municipio queda en la vereda Buenos Aires a la que se llega por esa vía. Por eso, el secretario de Planeación del municipio, Óscar González, le aseguró a La Silla que calcula que en tres meses ya los camiones no van a poder pasar. 

En la Alcaldía no saben qué hacer con las basuras el día en que esa carretera colapse. 

Y es que, aunque el Estado haya tomado medidas frente a esa vía en los últimos años, en realidad, siempre estuvo ausente y les dejó el control de esa zona a los extranjeros, a las mafias y a la guerrilla

El nacimiento de la carretera: Farc y olvido estatal

Fernando Duque no se refiere a los días en que estuvo trabajando en la selva con dolor o sufrimiento, parecen más unas vacaciones pasadas. Habla de ellos como “un paseo”, porque “acá uno tiene que aprender a adaptarse a todo, sino el que se amarga es uno”. Claro que no fue él quien eligió comer todas las noches bajo un toldillo para evitar que los zancudos se lo devoraran, claro que no fue él quien dio la orden de que su labor sería cortar las vigas y armar los puentes para pasar la maquinaria, claro que no fue él quien decidió que a las siete de la mañana tenía que estar talando madera, claro que no fue él quien decidió que el fin de la jornada sería a las cuatro de la tarde; pero nada de eso implica tener que amargarse. Cuando se vive bajo el dominio de una autoridad, se hacen concesiones, y eso incluye la propia voluntad. 

Con las Farc, sucedía lo mismo. En las veredas que estaban bajo su control, imponían lo que se conocía como “el mandato” o “el cívico”. Básicamente, consistía en que cada vereda tenía que hacer una especie de servicio social. Los llevaban a reparar puentes, a arreglar escuelas, a limpiar la maleza para cultivar o, como en este caso, a construir una carretera que uniría a Calamar con Miraflores.

Pero decir que la carretera solo la levantaron las Farc a punta del trabajo de los campesinos sería caer en una imprecisión. En su construcción, también participaron los grandes cocaleros que quedaban en Miraflores —que ponían a sus obreros a trabajar— y hasta los mismos campesinos por decisión propia. Tanto así que hoy en día en la región nadie le atribuye su creación a la guerrilla. Todos dicen que fue la misma comunidad la que la levantó. 

Y tiene sentido, pues esa carretera está en la mente de los colonos del Guaviare incluso desde antes de que llegaran las Farc.

En 1977, cuando se creó la Comisaría del Guaviare (antes era parte de lo que se llamaba el Gran Vaupés), el propio Estado colombiano prometió su construcción. En una ley, que cuenta con la firma de los presidentes del Congreso y el entonces presidente de la República, Alfonso López Michelsen, quedó estipulado que esa vía se haría.

“El Gobierno apropiará, en los presupuestos siguientes a la fecha de la sanción de esta ley, una suma no inferior a 25 millones de pesos anuales para la construcción y pavimentación de la carretera San Martín-La Concordia-San José de Guaviare-Calamar-Miraflores”, dice ese documento.

Cuarenta y cuatro años después, ni siquiera la vía que hay entre San José y Calamar (que sí es legal) está pavimentada. Hoy, en plena temporada invernal, es una trocha en la que uno se demora casi tres horas para cruzar 66 kilómetros.

Las Farc y la comunidad levantaron una trocha que el Estado prometió y no hizo. Era una carretera que muchos llevaban esperando por años y que les era útil para sacar la coca que, antes del ganado, fue la bonanza que determinó la vida en Calamar y a Miraflores; especialmente en Miraflores que llegó a ser conocida como “el epicentro mundial de la coca”. 

La promesa de hacerse rico en el Guaviare abusando de su tierra y destruyendo la selva no es nueva. Lo es ahora con el ganado, lo fue con la coca, lo fue en los sesentas con el tráfico de pieles y lo fue antes con el caucho. Fue la explotación de caucho la que llevó a la fundación de Calamar y Miraflores, fue la coca la que los consolidó en pueblos y es el ganado el que ahora está haciendo que muchos nuevos colonos se enriquezcan.

Pero cada una de esas bonanzas abandonó el Guaviare sin dejar rastro. De sus riquezas no quedó más que el polvo terracota que cubre todo el departamento.

Por eso, como muchos otros en la región, Fernando Duque no cree que el problema de la deforestación sea esa carretera que él ayudó a construir a punta de pica, hacha, motosierra, fuerza y pulso. Claro que la carretera incide, claro que facilita el acceso de nuevos colonos, pero si hoy hubiera otras formas de subsistir, diferentes al ganado, el desastre ambiental no sería tal. Si la bonanza del 2021 no fueran las vacas —sino, por ejemplo, la piña o el cacao—, no se talarían tantos árboles, no se quemarían tantos ecosistemas y no estuviera en riesgo el Amazonas.

Si algo hubiera quedado de los días del caucho, de las pieles y de la coca, el mundo sería otro.

Fernando extraña esos días en la selva. En especial, recuerda ese asombro que se convertía después en alegría cada vez que encontraba huellas de animales. Las prefería sobre los baños en el río y la carne y los cigarrillos que regalaban las Farc. Ni siquiera inclinar la cabeza hacia arriba y ver fragmentos de azul sobre capas y capas y capas de hojas verdes le ganaban al sentimiento de toparse con los pasos perdidos de zahínos, tapires, lapas, cachicamos y jaguares.

Dice que caminar por los extensos pastizales en los que se convirtió Calamar no lo alegra.

¿Por qué?

—Porque en los potreros el ganado no deja huella.

Estudié Literatura y Filosofía en la Universidad de Los Andes y de ahí salí a hacer la práctica en La Silla Vacía. Cubrí Bogotá, el Caribe y, ahora, política y Congreso. @jpperezburgos

Soy la Coordinadora Gráfica de La Silla, donde trabajo con periodistas para contar historias sobre el poder en Colombia de manera gráfica e interactiva. Me encargo de mantener la identidad visual en la página web y en los contenidos que publicamos en redes sociales.