Luis Guillermo Vélez Cabrera, columnista de La Silla Vacía.

La entrada a pits para recambiar llantas y llenar combustible con miras a culminar los dos años de carrera que le quedan a este gobierno no salió nada bien. Las llantas de reemplazo parecen reparchadas y el carburante es de menor octanaje. Las posibilidades de lograr un resultado aceptable en lo que queda son pocos y en la grilla de la próxima salida habrá una segura penalización.

Con ministros escogidos por su fanatismo y disponibilidad –solo los desesperados o los irresponsables se le miden a este viacrucis– nada bueno se puede esperar. Es cierto aquello de que el primer año el congreso es del presidente, el segundo es compartido, el tercero le pertenece a los congresistas y el último, a cualquiera o a nadie.

El espectáculo del petrismo en decadencia le recuerda a uno esas películas sobre los últimos días de Hitler, donde el dictador divaga con su arquitecto de cabecera ante maquetas fulgurantes sobre lo que será el Berlín reconstruido mientras los tanques rusos rechinan a par de cuadras.

La grandilocuencia de los anuncios de reforma es inversamente proporcional al capital político para llevarlos a cabo, lo cual, valga decir, no impide que insistan en ellos. En especial, lo harán a través del relanzamiento por tercera ocasión del llamado “acuerdo nacional”.

La primera, la versión Roy, funcionó bien hasta que incomodó a Petro. Para el mandatario bueno, es el culantro de la concertación, pero no tanto. Sacó como a perros a sus ministros moderados y le otorgó el exilio dorado a los otros. Por ahí todavía circula un Power Point del inaugural ministro del interior, donde proyectaba con entusiasmo algo así como 64 reformas con tiempos y movimientos para ser aprobadas en la legislatura inicial. Del extenso listado solo se acabó expidiendo una: la reforma tributaria. Y eso que a medias y con todos los malos resultados que sus críticos le vaticinaron.

Hace un año anunciaron la segunda versión del acuerdo nacional en las gélidas montañas del puente de Boyacá. Luego se hizo una reunión en Cartagena donde asistieron los llamados cacaos. Al final todo concluyó en una foto que parecía más el registro de una soireé entre los sobrinos pobres y los tíos ricos que un encuentro de estado para definir los destinos nacionales.

De allí no salió nada y no tenía como hacerlo. Un elemento fundacional del pensamiento petrista es la noción de que todo ha sido una calamidad en doscientos años de historia patria y que la llegada del caudillo al gobierno inaugura una nueva era. Sin embargo, para que la ilusión se pueda materializar es necesario deslegitimar sistemáticamente todas las instituciones vigentes, ya sea provocando su fracaso (el efecto chu-chu-chu) o ignorando su existencia.

El culmen de la metodología es, por supuesto, la convocatoria a la asamblea constituyente. Resulta fascinante el ejercicio de contorción mental que han tenido que realizar los promotores de la idea para darle alguna forma a lo impresentable. El argumento de que se requiriere destruir la constitución actual para lograr que se cumpla es ciertamente un aporte original del petrismo a la teoría constitucional. Como lo es también la transustanciación de la turba primerliniesca en el supuesto “poder constituyente”, que sirve como pretexto para pasarse por la faja los pesos y contrapesos de la democracia liberal.

El enredo conceptual armado por Leyva-Montealegre, et.al. embolató aún más la idea, lo que hizo que el nuevo ministro del interior anunciara que la convocatoria sería por la vía institucional, es decir, por el congreso, y que no incluiría la reelección presidencial. Quién dijo miedo. Esta sola aclaración hizo que todos se colgaran de las lámparas. Al fin y al cabo, como dicen, a disculpa no pedida, culpa manifiesta.

En todo caso, la reacción negativa a la aventura constituyente ha sido casi unánime. Ni por fuera del congreso ni por la vía del congreso, existe ambiente alguno para reformar integralmente la carta magna. La propuesta es, como le recordó el expresidente Santos a su antiguo subalterno, innecesaria e improcedente.

No obstante, Petro insistirá en su cuento constituyente porque le conviene. Quizás, de tanto tirar excremento a la pared algo se pegue, y, si no, qué mejor que mantener viva la especie de que los fracasos que se vislumbran fueron causados por la institucionalidad mafiosa/neoliberal/burguesa/esclavista/oligárquica (escoja su adjetivo favorito) que nos subyuga desde hace siglos. Otro de esos pilares del petrismo es la victimización eterna. En este sentido, la idea de que no se pudo porque no los dejaron resulta irresistible en la cosmovisión del movimiento. Y, al mismo tiempo, sirve de excusa y de pretexto para intentarlo de nuevo.

Tal vez percibiendo que la resistencia a la constituyente –por cualquier vía– es monumental, el ministro Cristo en los últimos días ha virado nuevamente hacía lo que vendría a ser la tercera reencarnación del “acuerdo nacional”. Llama la atención que, salvo generalidades, aún no se tengan ni idea sobre qué puntos versaría. Pero, además, la praxis pasada ha dejado una clara lección. Para el presidente el concepto del acuerdo nacional consiste en que se acepten a pie puntillas las controversiales iniciativas gubernamentales a cambio de espejitos y baratijas. Por eso fracasaron las concertaciones de las reformas de salud y educación y se caerá en la corte la reforma pensional.

El acuerdo nacional, para que sea realidad, requiere del acotamiento de buena parte de las aspiraciones revolucionarias del presidente. La política es el arte de lo posible, no de lo imposible. En las actuales circunstancias, con el sol a las espaldas y con un gobierno disfuncional, cualquier cambio que se logre será en los términos de sus opositores. Algo que, lamentablemente, nunca será reconocido por Petro. Al ser esclavo de sus demonios lo único que sabemos es que lo que falta hasta agosto de 2026 será muy desagradable.

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Notas sueltas:

La primera. Comparto la decisión de La Silla Vacía de verificar en Panamá la veracidad del video de Petro paseando de la mano con alguien que no es su esposa. Es un hecho de relevancia periodística y de interés nacional. Así como los presidentes tienen derechos que no tenemos los demás ciudadanos, también carecen de otros. La intimidad de la persona más pública del país, en este caso el jefe del Estado, es, por definición, bastante poca.

La segunda. Por favor léanse la columna de la maestra María Dolores Jaramillo en la edición del 7/7/24 de El Espectador, “Erasmismo contra superstición”. Es un llamado a regresar a la racionalidad ilustrada, abandonando el esfuerzo “retardatorio” y “veleidoso” por regresarnos a los “albores de la humanidad rupestre”. No puedo estar más de acuerdo. ¡Gracias, maestra!

Abogado de la Universidad de los Andes, Master in Business Administration del Instituto Panamericano de Dirección de Empresas (IPADE), México D.F., Master en Políticas Públicas de la Universidad de Georgetown, Washington D.C. Se ha desempeñado en diversos cargos del sector privado y público,...